MOCHILA EN ESPALDA AJENA
Reflexiones sobre el bendito Día del Padre
Cuando todavía vivía en San Borja con mis padres, entre la patota tenía de amigos a siete hermanos, todos hombres, cuyas edades fluctuaban entre los 18 y 24 años exactamente. Dormían en tres dormitorios y hasta recibían invitados los fines de semana. Eran un equipo completo de fulbito. A esa casa se le salía la testosterona por las ventanas. Les decíamos los Power Rangers pues paraban en mancha y se intercambiaban la ropa y, a veces, heredaban entre ellos a sus ex enamoradas. De pronto un día apareció un bebé, un hermano nuevo, el octavo Ranger.
Como la cosa no me cuadraba mucho se me ocurrió preguntar. Resulta que la chica que trabajaba en casa de ellos salió embarazada y cuando le preguntaron de quien era, señaló los dormitorios. Cuando le pidieron mayor detalle, se encogió de hombros. Al parecer varios de los Rangers habían tenido sexo con ella sin preguntarle si quería o no. Para pasar piola, el papá de los Rangers lo había firmado como suyo. Al poco tiempo la mamá biológica desapareció y otra “empleada del hogar” ocupó su lugar. Me pregunto ahora dónde estará ese octavo Ranger, que habrá sido de su vida y como celebraba, todos estos años, sus fucking días del padre.
Celebrar al padre puede interpretarse también como el refuerzo de la imagen machista de nuestra arcaica sociedad peruana. A la figura del padre, versión peruana, tenemos que asesinarla para empezar a luchar contra esa sociedad patriarcal que se nos injerta desde que tenemos uso de razón. Hay que matarla para evitar normalizar las actitudes y comportamientos machistas que suceden todos los días a nuestro alrededor. Como la violación sistemática de la madre del Ranger número ocho.
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Tengo una hermana que llegó a casa con apenas dos años, al día siguiente que cumplía diecinueve años. Vino desde Ayacucho, hablando quechua, con el pelo castaño pero por desnutrida y unas chapas enormes; tenía un vestido blanco y medias con bobos. Hablaba con las abuelas al oído, pues sólo ellas la podían entender. Ayer hablé con ella pues está en Amsterdam, en el primer año de una beca que se ganó gracias a su talento.
Claudia (mi hermana) y yo nos llevamos bien, creo, con algunas idas y vueltas. Ayer hablamos de papá y le conté que estaba escribiendo una novela sobre él. Me pidió que tenga cuidado, que las cosas que he escrito le han hecho daño pero que nunca me lo diría. No le pude prometer nada. Ni modo, es mi manera de matar mis propios fantasmas.
La figura de mi padre, masculina y falocéntrica, simbolizó durante años fuerza, protección, manutención, autoridad, racionalidad, sabiduría y orden. No puedo evitarlo. Soy producto de un colegio religioso y exclusivamente masculino, de una dictadura militar y de una educación basada en el machismo. No son excusas; así fuimos criados la mayoría de mi generación. Pero cuando papá decidió adoptar a Claudia, mis dudas aumentaron, para bien.
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En mi galería de héroes de pubertad, al lado de los machazos James Bond, Bruce Lee, Muhammad Ali y Clint Eastwood, tuve también a los románticos Raphael, Nino Bravo y Camilo Sesto, o al trasgresor Pasolini, que le cantaban al amor en todas su formas. En algunas películas descubrí que los hombres, esos machos que se respetan, podían también querer a otros hombres. La diversidad sexual también la vivimos en casa, quizás algo encubierta pero por lo menos no sintiendo vergüenza de opciones distintas. Eso también me hizo dudar mucho de todo lo que me habían enseñado los Jesuitas en el colegio.
Soy parte de la generación de estos padres chéveres, pro lactancia, colecho y demás hierbas; que se involucran, que son participativos y colaborativos. Nosotros tuvimos hijos alrededor de los cuarenta años y como buenos snobs, aprendimos a bañarlos, a cambiarles el pañal, a entenderlos en sus aspectos más primarios. Salir con dos niños menores de cinco años, sin nana por supuesto y con uno colgado de mi pecho a comprar al supermercado, me ganaba la admiración de las tías y una que otra mirada sexi. Y si encima les hablaba bonito y pausado a los chicos mientras pagaba la cuenta, era el papá perfecto. No importaba si luego los quería tirar por la ventana del carro o llegando a casa los enchufaba en la Tablet o en la TV. Para la tribuna, tenía siempre puesta la camiseta de Superpapá. Pura finta.
Creo que somos una eterna contradicción, como hijos y como padres. Y que así viviremos siempre, alimentados por nuestros prejuicios y complejos. Nuestra experiencia no la podemos rehacer. Pero depende de nosotros intentar zafarnos de nuestra propia mochila (no la de Keiko), adoptar la pose o realmente empezar a criar hijos que sepan querer bien.
Me alegra que en el colegio de los chicos no celebren esta cosa extraña que se llama Día del Padre. Realmente, esta fecha me vale madre.